«Poderoso caballero es don Dinero». La deuda económica como estigma social

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Hoy quería colgar aquí algunas reflexiones en las que estoy empezando a trabajar en un texto (así como en plan más formal y eso…) y que giran en torno a los conceptos de deuda y crédito en nuestra sociedad. Obviamente lo que vivimos en la actualidad en los estados occidentales (y en España aún con más intensidad) tiene de por sí bastantes puntos en común con mi tema de investigación doctoral. Sin embargo, no me entró el gusanillo de escribir algo sobre esto hasta que no me sumergí en la lectura del libro ya casi clásico de David Graeber sobre la deuda: Debt: The First 5,000 years. Luego, la reciente comparecencia de Ada Colau, portavoz de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) en el Congreso de los Diputados acabó por animarme a hacerlo.

Hubo un punto de la exposición de Ada Colau que me pareció clave y me alegré que lo hiciera explícito como argumento central de la ILP. Es en relación al concepto de «deuda» y a la vinculación de este concepto no solo al ámbito de lo económico sino también y sobre todo, al ámbito de lo social. Se ha de decir que no es que lo verbalizara Ada Colau en ese mismo instante, sino que esta vinculación es parte central del corpus “conceptual” y de principios de actuación con los que trabaja la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH).

Lo que decía: Ada Colau verbalizó algo que es una realidad social y que todos sabemos de sobras, pues de una manera u otra, más o menos amargamente, todos vivimos bajo esa constante amenaza del crédito y, su contrapartida, la deuda. Forma parte de nuestra cotidianeidad en una sociedad vinculada al sistema económico capitalista. La portavoz de la PAH denunció que, al no existir la dación en pago, las personas afectadas por el impago de su hipoteca están de facto afectadas de por vida, pues más allá de perder su vivienda y ser desahuciadas, cargan con la deuda del crédito hipotecario contraído (más intereses por demoras varias) hasta su muerte. Como se sabe, esto pasa con las hipotecas y con cualquier otra deuda económica importante que contraiga cualquier persona con una entidad crediticia. Cuando digo persona, me refiero a una persona física (de las de carne y hueso, quiero decir), porque luego está esa casta especial y superior de «personas», conocidas como «personas jurídicas» o comúnmente «empresas» a cuyo servicio los estados ponen toda una serie de mecanismos y procedimientos legales que les permiten renegociar, pactar quitas, declararse insolventes con cierta facilidad, etc. Mecanismos que tienen la “maravillosa” cualidad de que difícilmente se contagian a la persona de carne y hueso que hay detrás (comúnmente llamada «empresario»), quien puede eludir con suma facilidad el ser marcado con la cruz (o estigma social) que le identifica a nivel financiero y social y moral como deudor o moroso. Pero claro, esta diferencia de trato entre personas de carne y hueso y empresas tiene que ver bastante con el tema de este post.

Bueno, que me voy del tema. Lo que decía: lo que Ada dijo más concretamente es que la deuda económica condenaba a estas personas a morir socialmente y, por tanto, a vivir excluidas del sistema social.  Este es un punto clave: la vinculación directa que existe en las sociedades capitalistas entre la acepción económica de deuda y la acepción social y moral del término.

 La definición de «deuda» que recogen los diccionarios de lenguas occidentales es bastante significativa y es un reflejo de esta constante asociación entre economía y moral que existe en nuestra sociedad y la subordinación de esta a aquella. Aquí en la entrada del Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua es más que evidente:

deuda.

(Del lat. debĭta, pl. n. de debĭtum, débito).

1. f. Obligación que alguien tiene de pagar, satisfacer o reintegrar a otra persona algo, por lo común dinero.

2. f. Obligación moral contraída con alguien.

3. f. Pecado, culpa u ofensa. Y perdónanos nuestras deudas.

Creo que es justamente en el concepto de deuda ―piedra angular del funcionamiento de nuestro sistema económico y social―y a esta constante identificación (o trasvase de significados) entre su acepción económica y su acepción moral, dónde se puede ver claramente aquello que nos decía Polanyi sobre la sociedades basadas en una economía de mercado, donde el incrustamiento  o «embeddedness» se había invertido. El concepto clásico de «embeddedness» hace referencia a la imbricación existente entre economía y relaciones sociales y, más concretamente, en el modo en que la economía se encuentra subordinada a las relaciones sociales, y no a la inversa. Las sociedades capitalistas como la nuestra funcionarían justamente a la inversa: las relaciones sociales están subordinadas a la esfera económica, cuya influencia llega hasta el punto de marcar el lugar que ocupa cada individuo dentro del mapa o de la escala social.

Si lo pensamos bien, esta subordinación nuestra de la esfera social a la esfera económica es como rara. En un principio, desde la antropología, cuando se habla de economía se hace referencia a los procesos materiales de subsistencia, es decir, las formas en que se organizan las personas en la producción y reproducción de los bienes materiales y servicios que hacen la vida posible. Lo económico se referiría pues a las relaciones sociales que participan en la producción de vida material, a través de la interacción organizada de los seres humanos y la naturaleza (Narotzky). Por eso Polanyi nos habla de esta subordinación de lo económico a lo social y no al revés. Aunque tal vez sería más apropiado no definir lo económico como algo incrustado a lo social, como si fuera algo con entidad propia, como si fuera una esfera dentro de otra esfera, no. Lo económico forma parte de un todo, de ese conjunto inseparable y complejo que es lo social. Pero bien, no vamos a liarnos más en esto porque es solo un apunte.

Entonces, esta concepción de lo económico como algo separado de lo social y la subordinación de las relaciones sociales a ello, rigiendo así la vida social, es justamente lo que puede propiciar la muerte social del individuo. Sin duda, en la sociedad de hoy, el más pesado estigma social que le puede caer a uno encima es el de la deuda económica. Deber dinero, ser insolvente, te convierte automáticamente en un proscrito social. El grado de solvencia económica que marcan los estándares económicos (absolutamente estipulables, delimitables, cuantificables) se traduce en el grado de confianza o de crédito social que la sociedad le concede a un individuo.

La solvencia económica acaba determinando el crédito social de los individuos. Y por tanto, la insolvencia económica equivaldría directamente a la muerte social del individuo condenándolo a la exclusión y convirtiéndolo en un paria condenado a vivir en los márgenes del sistema o bien, dentro de él pero con serios hándicaps o “discapacidades” sociales, también llamados estigmas.

Es algo en lo que tengo que pensar más, pero pienso que este tipo de estigma sería el que Goffman llama estigma del desacreditable (no el del desacreditado). Ser insolvente y ser moroso no es una cruz escarlata que llevas en la frente, sino que es un estigma que permanece oculto, pero que emerge de la oscuridad en el momento menos pensado, es decir, cuando quieres acceder a una vivienda, cuando tienes un contrato de trabajo, cuando quieres alquilar un piso, cuando quieres comprar algo a plazos, cuando pides una beca e incluso cuando quieres viajar al extranjero y necesitas solicitar un visado. Entonces apareces en una lista de morosos y de golpe, las puertas de esta sociedad se te cierran. Tus relaciones sociales (laborales, administrativas, etc.) nunca podrán ser “normales”. Entiéndase el término “normal” dentro del contexto de una sociedad como la nuestra, es decir, una sociedad de consumo supeditada a los mercados económicos y cuya principal forma de vida gira en torno al dinero y, más concretamente, al dinero en forma de crédito.

Para acabar este rollaco, solo un pequeño apunte en torno a este tema del estigma y la deuda. Fruto de la estafa en la que nos hicieron caer, hasta no hace mucho, socialmente hablando, tener una hipoteca era algo que te convertía automáticamente en alguien “normal”. Ahora no hablo en el plano financiero, sino en el plano de las identidades sociales con la que nos relacionamos entre nosotros cotidianamente. Es decir, todo ciudadano que se preciara tenía su piso de compra y su hipoteca. Y firmar una hipoteca era una especie de rito de paso que conducía a los individuos de la edad juvenil (de persona aún en etapa formativa socialmente) a la edad adulta (persona completa y autónoma a nivel moral y social, no a nivel económico, claro está). Socialmente no eras un ser completo, o no eras un ser normal (o normativo), si no tenías una hipoteca, si no tenías una deuda contraída con un banco. Hasta el estallido de la burbuja inmobiliaria, paradójicamente no tener hipoteca te restaba crédito social. Era como si tu confiabilidad social como individuo estuviera avalada por el banco, si él ha confiado en ti, es porque eres una persona “normal”. Aunque bien pensado, de hecho, esta consideración que puede parecer paradójica, en realidad está regida por la misma lógica que ahora, que no es otra que la lógica económica capitalista. Tanto antes, como ahora, lo que marca el crédito (y el descrédito) social y moral es la deuda económica. Antes, un crédito (hipotecario) servía para avalar tu crédito social como sujeto y te hacía aceptable socialmente. Ahora, su contrapartida, la deuda, sirve para avalar tu descrédito social como sujeto, convirtiéndote en un estigmatizado.

Pero ojo! con esto del antes y el ahora. Esto que he presentado como una paradoja, en realidad no lo es. Solo hay una especie de «dislocación» de perspectiva de clase (vaya expresión más rara, pero creo que se entiende): tanto antes como ahora siempre ha sido igual. La deuda y el estigma siempre han estado ahí. El problema es que antes el estigma solo afectaba a una «minoría silenciosa» (o mejor dicho silenciada?) y ahora, la cosa está afectando a la clase media (también llamada «mayoría silenciosa»). Y ya sabemos que para la clase media, hasta entonces todo funcionaba de maravilla e incluso señalaban con el dedo del estigma social y de la culpabilidad a los que no podían pagar la hipoteca… hasta que les tocó a ellos pringar. Ahora claro, todo esto injusto y todos indignados. Y ciertamente lo es y hay que luchar contra eso. Pero ahora, claro. Antes no. Lo de siempre.

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